Poco a poco, como la Monalisa

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Si alguien me hubiera dicho algunos años atrás que ahora tendría tantas fotos y que casi, casi sería una experta en el arte del selfie, me hubiera reído hasta orinarme encima. Sin exagerar! EN ABSOLUTO!

Siempre me ha gustado la fotografía, otra vez, nada que sea una profesional (todavía, pero sueño, sueño, oh, sueño que alguien día podré serlo), pero es una de mis pasiones, algo que me hace sonreír con premeditación. Así pues, como decía, siempre me he gustado, pero sólo y exclusivamente si yo estaba detrás de la cámara. Yo era la clásica persona que cuando veía una cámara a la redonda, empezaba muy sutil o ni tanto, a derretirse detrás de otro alguien a fin de pasar más que desapercibida, yo buscaba ser invisible. Por años, en todas las fotos de las actividades de las que tome parte, ya fueran con amigos o familia, me las pasé detrás del lente. Yo era quien tomaba la foto, y si por desgracia tenía la mala suerte de no poder evadir posar para una foto, literalmente me ponía de muy mal humor.

Me consideraba a mí misma irremediablemente: NO FOTOGÉNICA incluso a oscuras. Lo mío era dramático.

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Un corazón agradecido es un corazón feliz

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Hay un himno en mi Iglesia que me gusta mucho (para ser honestos, me gustan todos, pero éste tienen un mensaje que me es especial sobretodo en momentos de turbulencia), me hace recordar que los momentos difíciles son pasajeros comparados con los de dicha, y que siempre, siempre, pero siempre haz motivos para los que estar agradecidos.

«Cuando te abrumen penas y dolor,
cuando tentaciones rujan con furor,
ve tus bendiciones; cuenta y verás
cuántas bendiciones de Jesús tendrás» (Estrofa 1, Cuenta tus bendiciones)

Y es que a veces suele ser muy difícil recordar lo bueno cuando estamos cruzando por entre un mar de sal. Sin embargo eso no significa que no haya rayos de sol aún, trozos de arcoiris o jirones de sonrisas. Aún los hay, y nos haríamos más que un bien al recordarlo más constantemente.

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1 y 2 de Noviembre, días de los que ya no están aquí

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El día de todos los muertos en una dulcemente interesante tradición en casi todo latino américa, un día en que todos volvemos los ojos al espacio vacío en nuestros hogares para recordar el pasado con amor, añoranza y esperanza. «Algún día les volveremos a ver» es la frase que he oído toda mi vida, frase dicha con gran anhelo por labios de todo tipo, y es verdad. En realidad, todos, nos volveremos a ver.

El dolor que deja un ser querido al partir es un dolor que conforma, muchas veces, una de las mayores pruebas de ésta vida terrenal. Sin embargo, gracias a nuestro Salvador Jesucristo todos volveremos a resucitar, y por ende todos nos veremos tal día reunidos para ser juzgados por nuestras acciones en ésta vida. Sin embargo, cuando alguien se va, y lo extrañamos, no nos conformamos con tan sólo ver una vez más a esa persona. NO. Nosotros queremos de vuelta la relación que teníamos con tal persona. Queremos los abrazos, la alegría, la afinidad, la unión… queremos seguir aquello que la muerte dejó en pausa.

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Algo prestado, algo nuevo, algo…

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Recuerdo alguna vez haber escuchado mientras esperaba pacientemente en la embajada a una novia reclamar que le renovaran su visa de novia porque quería ir a ver a su novio, aparentemente ésta novia no había leído bien las condiciones de una visa de novia (la visa de novia requiere que los novios se casen antes de 90 días de la novia o novio ingresar al país X; supongo que las reglas cambian de país en país). Le explicaron la situación y que una visa de novia no se renueva ni tampoco se entrega cada vez que a alguien se le ocurre; pero ella terqueó y terqueó. Entonces vino la pregunta que todos los que escuchábamos involuntariamente queríamos hacer ¿pero por qué no se casaron cuando estuviste allá? “Es que tenemos que ahorrar para la recepción, queremos invitar a 400 personas y hacer una gran fiesta”.

Palabras más, palabras menos, supongo que todos los presentes habremos pensando, pero qué soberbia mensa. Al menos eso yo pensé, y no lo niego.

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